Una chica baja del cot que la llevó desde la terminal de punta del este hasta la agencia de punta del diablo. No viene al caso contar la trastienda de la pequeña historia que la llevó hasta ese pueblo, en el que había estado sólo hace una semana (sólo que en aquel momento con un techo garantizado donde pasar la noche).
Lo que viene al caso ahora es que son las ocho de la noche (pasadas) del 17 de febrero.
La chica piensa:
S. me había dicho que iba a estar acá esta semana con el marido y las nenas, ¿cómo se llamaba la casa donde me dijo que iba a estar?
Y como de algún lado le suena el nombre bahía pindó, se convence a sí misma de que ese era el nombre de la casa donde S. tiene que estar. Sin duda alguna.
Claro, ella confía tanto en su memoria que nunca se le ocurrió revisar si el nombre de la casa, efectivamente, era ese.
Sabe que le queda media hora de luz solar y que si no encuentra la casa su nochecita va a estar complicada, pero ella viene de una mañanita -y si hilamos más fino de una vida- complicada, de manera que por el momento la situación no la asusta.
Pregunta por la casa en la oficina de orientación turística y se da cuenta de que a pesar de las indicaciones que allí le dan no entiende cómo llegar a esa famosa casa (y lo peor es que se da cuenta de que la chica que le da las indicaciones no tiene mucha más idea que ella).
Una incipiente sensación de ansiedad avanza, pero ella confia en que (todavía) está un paso más adelante que esa sensación.
Después de veinte minutos de caminata sin la más remota pista de la casa donde S., piensa ella, debe estar feliz asando chorizos -extra- cattivelli en el parrillero, podría decirse que la sensación de ansiedad y ella ya van a la par y mientras que su ansiedad parece rozagante cual conejito de duracell, ella parece una ama de casa agotada de esas que salen en los avisos de mister músculo (y además de agotada se siente fastidiada porque detesta a esas amas de casa estilo desperated housewives que salen en los avisos estilo mister músculo).
La noche empieza a caer y ella pasa por un hotel cuya recepción está en una especie de stand sobre la callecita de tierra. Le pregunta al chico que está en ese stand cuánto le falta para llegar a bahía pindó y él le dice que le faltan unas tres cuadras, pero si le hubiera dicho que le faltan tres kilómetros hubiera sido lo mismo porque en ese momento ella se da cuenta de que no va a encontrar lo que está buscando. Y se viene la noche, nomás.
Tres o cuatro solitarias cuadras después llega a bahía pindó pero S. no está ahí. A esa altura de la soirée a la chica eso no la sorprende, desde hace unos metros ya sabía que su incursión rochense no la iba a llevar al puerto que ella esperaba.
Para ese momento ya es bien de noche y su camino la llevó bien lejos del pueblo. Emprende su camino de vuelta pero no sabe bien qué hacer. En esa zona no hay personas a la vista y las casas están bastante distantes una de otra.
De repente escucha a dos personas correr y cuando se da vuelta advierte que son dos hombres. Siente que sus pretensiones de wonder woman se fueron definitivamente al tacho y comienza a correr también (con zapatitos sarkany y maxibolso dorado a cuestas, pero en defensa de nuesta protagonista aleguemos que su viaje fue improvisado y no contemplaba corridas de emergencia) hacia la primera casa donde ve gente. Le pregunta lo primero que se le ocurre a las dos chicas que están en la terraza y se siente acompañada por un momento, aunque ni registra la respuesta que la dan. Mientras tanto los dos hombres pasan corriendo y ella se da cuenta de que eran simples turistas haciendo ejercicio.
Pero estando sola en un lugar casi desconocido, con las personas encerradas en sus casas y ningún ser humano a la vista, todo le resulta amenazante y su desesperación comienza a crecer en forma directamente proporcional a la silenciosa oscuridad que va reinando en el ambiente.
Las dos únicas cosas que atina a hacer son empezar a llorar y enviarle un mensaje a A., que poco la va a poder ayudar porque está en Buenos Aires. Pero necesita desahogarse con alguien y si conociéramos la trastienda de su incursión intempestiva a punta del diablo sería comprensible el por qué recurre a A. para eso.
Ninguna de esas dos cosas la puede ayudar en forma práctica, sin embargo, y por suerte su instinto aventurero de auto-conservación se reactiva y ella se acuerda del chico de la recepción del hotel con el que habló hace unos veinte minutos y camina hacia ahí como si su vida dependiera de ello.
Mientras camina hacia ahí A. la llama y su tono de alarma se mezcla con el “ya sabía que te ibas a perder”. Ya es tarde para el te lo dije, piensa ella, que está llegando al hotel, le corta y le dice que después lo llama. El problema es que está llorando tanto que piensa si A. habrá entendido lo que le dijo.
En ese estado lamentable vuelve a la recepción del hotel por el que pasó hace unos minutos y en treinta segundos le explica su situación al chico del front desk. Es de noche, está perdida, lejos del centro, no tiene reserva en ningún hotel, no conoce a nadie, no tiene dinero. Y es mujer.
Sabe que su única solución es encontrar a una buena persona que la ayude y ella confía instintivamente en que ese chico es una buena persona.
Por lo menos el chico evidentemente se compadece de su aspecto y le pide que se tranquilice. Ella intuye que la cantidad de lágrimas que acaba de derramar en los últimos quince minutos rivaliza con la cantidad de lluvia caída hace pocas horas en suelo uruguayo. ¡Ah! Si tuviera un pluviómetro para medirlo.
A falta de un aparato de esas características, ella llora sobre el celular que todavía tiene en sus manos y entre cuyas varias funciones no se encuentra sin embargo la de medir la humedad ambiente. Quiere hablar y decir algo más o menos coherente pero no puede. El chico de la recepción no sabe que hacer y la invita a tomar un café y a sentarse. Él agarra una sillita y se sienta a su lado.
A. vuelve a llamar y la reta por no medir las consecuencias de sus impulsos aventureros y le dice que tome el primer cot, copsa, rutas del sol, de la pachamama, o lo que sea, y que se vuelva para maldonado.
La chica se reta a sí misma por su falta de previsión y porque una vez más su espíritu aventurero la puso frente a los límites de sus posibilidades de viajera solitaria. Y sigue llorando. El celular se corta porque tanto uso alegre en uy le agotó el crédito y A. le dice vía sms que busque un fijo para poder llamarla.
Ella trata nuevamente de hablar con el chico de la recepción pero parece que hubiera sufrido una regresión a las épocas de la escuela primaria donde la hacían separar las palabras por sílabas (las lágrimas le cortan la respiración y eso no contribuye a la fluidez del lenguaje).
De alguna manera el chico entiende que ella le pregunta si le puede llamar un taxi y si hay algún micro que salga para maldonado a la noche o a la madrugada, pero él le dice que considera que no es lo mejor para ella irse a tomar un micro a esas horas, que ellos en el hotel no tienen lugar (y la chica piensa que de todos modos ella no tiene dinero para pagar), pero que le puede buscar un hostel, que conoce uno que está a una cuadra de donde él vive, que su turno termina a la medianoche y que si ella está dispuesta a esperar (en ese momento son apenitas las nueve de la noche) no tiene problema en acompañarla.
Ella sigue confiando en que él es un buen chico y piensa además que la única manera de irse sola en ese momento sería que él le llamara un taxi y que entre los dólares y los uruguayos que ella lleva encima no va a poder pagar el taxi y el hostel. El chico intenta llamar al celular de S. pero da ocupado, y los mensajes que le envía ella no reciben respuesta, de modo que ambos conjeturan qué puede haber pasado con S. y ella supone que por algún motivo ni S. ni su familia están ahí.
De manera que se resigna a esperar tres horas, en las que no comerá nada, seguirá llorando (pero en su maxicartera tiene carilinas), hablará de la belleza de las playas uruguayas, de la vida nocturna de buenos aires, de cómo derrocha el agua la gente y de varias otras cosas. Y se enterará, ya hacia la medianoche, de que su gentil interlocutor se llama T.
En un momento T. le pregunta si había estado antes en punta del diablo y a ella le da vergüenza decir que sí, y opta por responder con un “no” que no considera tan distante a la verdad tomando en cuenta que ella había estado muy poquito en ese lugar.
La noche es cálida pero ella se siente tan destemplada que lo único que desea es que las horas pasen rápido. A. le sigue enviando mensajes y le pide que le avise cuando llegue sana y salva al hostel. T. comenta a su vez que hechos como los de esa noche demuestran que a las mujeres no se las puede dejar solas, y ella piensa que no es una frase feliz en esas circunstancias, pero la deja pasar porque T. fue, sin discusión, solidario y respetuoso con ella.
Finalmente llega la medianoche y así comienza una travesía a través de la nada misma, un cruce por un terreno desierto donde sólo se ven a lo lejos algunas casitas, la única luz es la de las estrellas y sólo se escucha ese silencio típico del campo, tan distinto al silencio (si es que se lo puede llamar así) urbano.
Y ella, a la que habitualmente le encanta el silencio, comienza a sentir una necesidad imperiosa de escuchar algo, aunque más no sea su propia voz, y empieza a parlotear de cualquier cosa intentando que la conversación con T. la distraiga de la situación y la haga olvidar que está caminando con un desconocido por un lugar despoblado.
Unos quince o veinte minutos después llegan al hostel, bastante alejado del pueblo. Ella piensa que no sabe cómo va a hacer para llegar a la parada del micro a la mañana siguiente, pero en todo caso sabe que ya no hay nada que pueda hacer en ese momento.
Es su primera (y única, ruega mentalmente ella, que no se siente capacitada para repetir la experiencia) noche en un hostel y se siente incómoda nada más cruzar la puerta, tomando en cuenta que viene de muchas noches solitarias y no estaba en sus planes compartir una habitación con personas desconocidas.
En el cuarto que le dan hay tres camas marineras y dos chicas durmiendo. Como la cama que le toca a ella es una de las de arriba y sabe que lo más probable es que despierte a alguna en el intento de armarla, renuncia a hacerlo en ese mismo momento.
Unos minutos después regresa T. y la invita a comer a un complejo de cabañas de nombre santa maría que queda justo enfrente del hostel y tiene un pequeñito restaurante. Se sientan en una mesa que está en una especie de terraza, frente a una pantalla donde pasan fragmentos de recitales.
Atrás de ellos un grupo de cinco personas conversa muy entusiasmado y en un momento la chica pesca la palabra “alabarces” y, francamente, no le sorprende porque punta del diablo (y rocha en general) es muy perfil sociales uba... ahora, pescar justamente esa palabra le confirma que esa noche no es su noche.
Mientras tanto habla con T. de las mujeres porteñas, las relaciones de pareja, los hostels y la vida nómade, come pizza a pesar de que los nervios lograron el milagro de sacarle el hambre y toma cerveza pensando que le vendría mejor un jackie d. para esa noche de demasiadas emociones... o que incluso aceptaría un destilado de ancap en esas circunstancias, aunque por supuesto si algún día la apuraran para que lo admitiera ella lo negaría.
Antes de irse intercambian mails y ella le promete a T. que le escribirá para contarle qué pasó con S., es decir si no estaba, si sí estaba, en ese caso en qué casa estaba, y por qué no contestaba los mensajes enviados a su celular. Finalmente ella encontraría la respuesta a esas preguntas, pero ninguna de ellas podría modificar lo ocurrido ese 17 (en ese momento ya 18) de febrero.
Al volver al hostel ya eran más de las dos de la mañana y ella decidió quedarse en la sala mirando la tele. Lo único pasable era una serie de abogados que daban por fox, pero a la décima vez que repitieron el aviso de “llamá a belén al 2020 y enterate de sus secretos más calientes” la chica no aguanto más, apagó la tele, y se quedó sentada con la cabeza apoyada en un almohadón, rogando que su cansancio fuera mayor que sus nervios y le permitiera dormir algunas horas, sólo algunas horas.
El 18 de febrero a las siete de la mañana se despertó en el sillón de la sala del hostel, previsiblente contracturada. Dos horas después ya estaba en un cot de regreso a san carlos.
Y 18 días después lloraba otras lágrimas, extrañando aquellas.