domingo, noviembre 05, 2006

Nadie sabe


(del barrio chino a la película japonesa a la tarde francesa)

así somos las chicas cosmopolitas, como todos saben.

Barrio chino
El jueves fui al concierto de kevin y the nada (música cosmopolita e intercultural si las hay) en un auditorio del barrio chino que desconocía, a pesar de ser de la zona. Muy muy lindo, muy cuidado y con muy buena acústica. Mucho más relajado que el del faena, el concierto estuvo como siempre impecable. Descubrí que no soy la única que asiste cual groupie a todos los conciertos y ya empecé a descubrir caras conocidas habitués de la experiencia keviniana (una de ellas estaba sentada al lado mío, y otra justamente atrás). Y descubrí qué tan cerca se puede llegar a estar de un escenario cuando se compra una entrada para la primera fila...

Film japonés
El viernes a la noche fui a ver Nadie sabe, una película japonesa que narra el caso -real- de cuatro hermanos, el mayor de ellos de 12 años, abandonados por su madre. Yo sé que suena a demasiado dramón para comprar una entrada en un momento no demasiado brillante de mi vida, pero me sentía tocada de cerca por la historia y la quería ver. Si bien coincido con Gaby -que me acompañó- en que la película no es excelente (no diría que por cuestiones inherentes al film, simplemente es una cuestión de gustos), a nivel personal reconozco que sí logró transmitirme un estado de absoluta angustia y desolación que me dura hasta ahora. No puedo olvidarme de todos los motivos (en el sentido semiótico del término) que el director utiliza con recurrencia para poner el acento en ciertos temas: la mano de Akira, el protagonista, sobre determinados objetos, transmitiendo ansiedad, ternura, angustia; las últimas monedas que representan los últimos recursos -no sólo económicos sino también emocionales- y que se consumen en un acto tristemente inútil; los chocolatitos apollo como un placer que se hace durar y durar; la silla que sirve de apoyo para ponernos a la altura de aquello que nos sobrepasa y que puede tambalear en cualquier momento.
Y por otra los colores, representados por los trazos de crayones, que son los fragmentos de luz y felicidad sobre las cuentas impagas (sobre un continuo oscuro y aplastante).
Esa es una de las cosas que me parecieron acertadas de la película: el mostrar cómo, aún en los peores momentos (o tal vez a manera de negación de esos momentos, consciente o no), mientras se tenga una parte de inocencia intacta, se puede jugar, reir y disfrutar.
Es decir, mientras se conserve una mirada infantil, más allá de la edad que se tenga. Pero el contrato de lectura del film no ignora que la mirada del espectador será una mirada adulta y que hará foco más bien en todo aquella crueldad e indiferencia que conforma el trasfondo emocional, el marco desenfocado que rodea al juego y que progresivamente va ganando espacio hasta ocupar el primer plano y hacerse casi insoportable para los espectadores que pueden reconocer zonas que les pertenecen en los personajes. No hablo sólo de zonas luminosas, sino también de zonas oscuras.
Me emocionó mucho el amor que demuestra Akira por sus hermanos, no a través de palabras sino de sus gestos, condicionados naturalmente por sus recursos y su condición de niño, que al fin y al cabo es lo que es más allá de la responsabilidad con la que lo enfrenta la vida. Cuando les entrega a sus hermanos los regalos que presuntamente son de su madre y que en realidad él tuvo que pedir -o suplicar- a los padres de cada uno (todos son hijos de diferentes padres), me conmoví mucho. O cuando le compra al hermanito los fideos que él quería y lo va a buscar porque no lo encuentra en la casa.
Hay varias cosas que me impactaron de la película. La indiferencia y el egoísmo de una madre con voz de niña eterna que no sólo abandona a sus hijos sino que incluso cambia de identidad para no ser encontrada más que cuando ella desee ser encontrada, su inoportuna presencia con recursos inoportunos en el momento inoportuno. La desidia de padres que no se hacen cargo de haber traido hijos al mundo. La decepción de descubrir que la amistad que creíamos sincera no es tal y la magia de descubrir el cariño en alguien cuando el mundo parece cerrar sus puertas en nuestras propias narices.
Emociones que no se transmiten a través de palabras, lágrimas o gestos desesperados, sino de miradas e imágenes que resultan muy expresivas.
Podría seguir hablando de la película, pero me quedo con el recuerdo de el personaje, que para mí es Akira; de su dolor, su amor, su resignación y sus esfuerzos, que -sin ser los míos- puedo comprender muy bien.

Y este fue un domingo completamente inútil, triste y donde traté de distraerme para sentirlo menos triste.

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