domingo, octubre 08, 2006

Faros (so far)


Hace unos días pasaron dos cosas casi simultáneas que trajeron a mi cabeza de una manera muy fuerte la imagen del faro y de recuerdos lejanos ligados a faros. Que, el hecho de que esté escribiendo da fe de ello, se encuentran ligados a vivencias cercanas.
Por un lado la publicación del nuevo disco de JD, cuyo título -12 segundos de oscuridad- hace alusión al ciclo de luz/ oscuridad del faro de Cabo Polonio. E inevitablemente recordé muchas cosas de mi viaje.
Por otro lado, la muerte de Eduardo Mignogna, que trajo a mi cabeza recuerdos de su película El faro. Es impresionante lo que lloré con ese film. Tal vez porque por los azares (y sobre todo por las causas, en las que creo) del destino me sentí muy representada por esa historia: la relación fraternal, la orfandad de las protagonistas, la débil presencia de una familia que no existe, la soledad, la sensación de una vida que se escapa y se escapa frente a nuestra propia vista.
Cuando el personaje de ingrid rubio le dice en su carta póstuma a la entonces casi ignota florencia bertotti que ella había sido su faro, creo que muy pocas personas deben haber sentido el sentido de esas palabras como lo sentí yo. No hay manera de que me acuerde de esa escena sin que se me llenen los ojos de lágrimas.

Cuando fui a Cabo Polonio no tenía este blog para escribir, si no naturalmente habría registrado las crónicas del cabo. Pero ni siquiera tengo un registro escrito; todo está en la memoria del alma.
Y dentro de ella hay cosas que recuerdo con mucha vivacidad. Por ejemplo mi llegada a ese paisaje agreste -y por momentos desolado- en pleno amanecer, haciendo la conexión micro-4x4 a pura intuición porque nadie te indica bien dónde bajarte y para andar por esos parajes sola hay que tener una cierta dosis de valentía, o ser muy temeraria.
Es por eso que estoy segura que no es que alguien elige irse de vacaciones al cabo, sino que es el cabo quien elige a sus visitantes. Debe darse una sintonía muy especial de energías para que alguien se sienta llamado por el lugar. No cualquiera se lo banca y lo puedo decir con conocimiento de causa.
No es fácil bancarse la soledad (aunque concedo que yo debía ser casi la única persona que estaba sola en mi casita, la mayoría estaba en grupo de amigos o familiar) para quien no está acostumbrado, no es fácil -para el ser urbano hiper-activo e hiper-estimulado- bancarse que la única actividad recreativa que ofrece el lugar sea ir a la playa, no es fácil bancarse la avalancha nocturna de mosquitos que se ríen de las pobres espirales que intentan frenar a sus huestes, no es fácil vivir sin agua corriente (este punto es sin duda el que más me costó, aunque entiendo que actualmente en la mayoría de las casas se han desarrollado sistemas alternativos a la cachimba, es decir el aljibe, para decirlo a la manera billiken), no es fácil vivir sin gas (especialmente en las noches frías) y no es fácil vivir sin energía eléctrica, aunque esto último no tenía mayor trascendencia para mí.
Podría agregar la ausencia de teléfonos cercanos (ni qué hablar de internet), pero en el pueblo hay un par y supongo que la tech de los celulares ya debe permitir hablar desde ahí. No lo sé.
Si me apuran, para una mujer sola, tampoco es fácil vivir en una casa sin medidas de seguridad decentes (no sé hoy en día, pero en ese momento creo que ninguna casa las tenía), pero no puedo decir que haya tenido miedo; si no, no hubiera ido. Pero hubo algo de inconciencia de mi parte también, ligada al deseo de salir de la zona de comodidad que empuja a la gente común a elegir vacaciones más convencionales.
Es obvio que yo formo parte de aquel grupo que volvería a ir.
En ese caso también existía la emoción de un encuentro esperado, que es una experiencia irrepetible.
Pero retomando las actividades de la vida cotidiana, al entrar en la rutina del cabo uno entiende que la llegada y la estadía allí son el punto de partida a un viaje hacia la introspección.
Recuerdo levantarme (sin despertador, naturalmente) e ir a sacar agua de la cachimba al mejor estilo laura ingalls, preparme mi modesto desayuno con el módico gas de una garrafa, ir a la playa (casi siempre nublada) con una colet siempre tibia que extrañaba la presencia de una heladera, poner al sol -que cada tanto hacía honores a los visitantes- mis piernas insoladas (cometí el error de no usar bronceador el día de mi llegada y hasta el día de hoy tengo las huellas de esa experiencia), las caminatas diarias, el encerrarme en mi ranchito cuando caía el sol y la noche todo lo cubría, el prepararme mi sopita quick para cenar.
Y por sobre todo mi gran programa nocturno que era pararme en la puerta de mi casita en plena noche cerrada y quedarme mirando las vueltas -rápidas- de la luz del faro, que por supuesto me iluminaba a mí y a la casita cada algunos segundos.
Ver girar el haz de luz intenso en contraste con la oscuridad plena era todo un espectáculo. No hacía falta mucho más.
Eventualmente subí al faro y más que la vista recuerdo el vértigo de estar en un balconcito mínimo, con una baranda de juguete y a una altura considerable con respecto al nivel del mar.

Pero el alma del faro se aprecia desde tierra, o desde el mar si es que uno está navegando.
Al hablar sobre el alma de su disco, Jorge Drexler dice que lo que realmente guía del ciclo de luz de un faro son los segundos de oscuridad.
Así es cuando a esos segundos de oscuridad les sucede un segundo de luz que permite apreciar el contraste.
Lo que sucede a veces es que la lamparita del faro parece haberse apagado.

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